lunes, 27 de abril de 2009

Princesas: Malas influenz(i)as

Hubo una vez una princesa. Qué digo una, fueron cientos, decenas de miles de princesas, todas esperando al mismo inexistente príncipe. Pero para cuestiones narrativas dejémoslo en que hubo una vez una princesa. Se llamaba Ana. Y también Sofía y Lucero y Matilde y Camila y tantos nombres de mujer que no vienen al caso... Pero ésta se llamaba Ana.
La princesa Ana constituía una imagen saludable, ni muy muy ni tan tan. En realidad, era una lindura bastante promedio, pero la voz dulce de papá siempre la elevó a los más altos pedestales de la hermosura. La princesita no leía mucho, pero ni falta le hacía. Tampoco era particularmente lista, pero qué más da.
Ana sonreía como una luna de principios de mayo, con estrella en la mejilla y todo. Al menos eso pensaba el muchacho aquél. Ninguno en especial, uno cualquiera, de esos que vienen a la vida de toda princesa, se emocionan, la siguen, le roban un poco de inocencia, le quitan el tiempo y se van. Ana se sintió la Magdalena. Se sintió Jazmín, Julieta, Melibea, ya se veía lejos, viviendo la vida bohemia. Lo amó, o al menos eso pensó ella. Y viceversa. Una mañana se encontraron, se miraron a los ojos y se besaron. Nada, los besos les supieron a nada. Un optimista quizá diría que les supieron a pollo. Pero fuera de eso... ni a sal le hallaron el gusto. El muchacho aquél se fue y nunca volvieron a verse.
A la princesita nunca le habían roto el corazón. Pero hasta a la princesa más encantada se lo parten de vez en cuando. Ana, siendo como todas ellas, no resultó una excepción.
Se acostumbró pronto a su recuperada soledad. Pasaron los años y ninguna madrastra le diagnóstico sueños eternos, ningún dragón la encerró, nadie le impidió llevar una vida común, y corriente. Quizá esto último era lo que más le molestaba. Una vida como la de todas las princesas del planeta. O al menos, como la de todas las princesas occidentales, americanas y clasemedieras. Es decir, nada demasiado relevante.
Por eso a la primera oportunidad se enredó con el menos príncipe de todos los caballeros. Tardes y noches de pura diversión. Mañanas de te llamo después. Madrugadas de dónde te crees que estabas, eso a ti no te importa papá. El rey encaneció. La reina se cansó de esperarla para cenar. Ana se ganó el desprecio de la corte y las burlas de las otras princesas, que aunque nunca lo aceptaron públicamente, estaban celosas de ella. Al final él se cansó. Le dijo eres tú, no yo, me agobias. Dio la vuelta y sin último beso ni abrazo ni gesto de arrepentimiento, se fue.
La princesita se enfermó de amor. Lloró y lloró, como lloran todas las princesas cuando el príncipe se quita la máscara y se descubre sapo. El rey y la reina se preocuparon. Los bufones se quedaron sin material para sus chistes. La otras princesas juraron venganza contra el descarado, pero por irse del reino sin pasar primero por ellas.
Y así una y otra, Anita juró haber encontrado al indicado. Al amor verdadero. Al dame un beso que destruyes todos los males. Al trae tu caballo blanco para perdernos en el horizonte. Pero nada. Ninguno. Cada uno formuló una graciosa huida. O la detuvo antes de emprender el vuelo, con uno de los famosos y sobrevalorados eres maravillosa pero. La princesita creció, pero no aprendió a cuidar su corazón (ni su hipotálamo ni su... bueno, todos sabemos qué otra cosa estaba dispuesta a donar, si le decían qué bella te quiero eres tan especial).
Una tarde de abril de ningún año en particular, Ana llamó a su mamá. Mami me duele la garganta. No es nada mi niña, es de tanto llorar. Pseudo-príncipe #419 se había marchado apenas y la dulce princesita no paraba de berrear. Mami me siento muy mal. Vamos al médico entonces. Cruzaron la ciudad. Medio vacías las calles, la gente usando tapabocas. ¿Qué ocurre? Epidemia, señora. ¿Y por qué no me enteré? Porque a usted no le interesa el mundo y la niña no ve las noticias. Igualado, cállate y llévanos al hospital.
*
A Ana le ardieron los ojos. Le subía la fiebre. No supo ni quién ni cómo ni cuándo ni por qué. La bruja mala tenía cara de enfermera. El ogro le auscultaba el pecho. Señora, tenemos que aislarla. Pero mi niña... Su niña está infectada. La reina puso cara de mi palacio se desmorona sobre mi espalda, llamó al rey a su oficina. Ana no escuchó a su mamá llorar, ni a su papá calmarla. Ana no ató cabos, no sumó dos más dos, no supo ni por dónde le llegó el golpe. Nada más se dejó. Que los doctores la manosearan, que le pinchasen los dedos con agujas de jeringa, que la separaran de su reino tras paredes de cristal. Su única visita eran los ogros y la bruja mala. Ellos le daban miedo pero a ella a veces le contestaba. Eres como todas ellas, ¿no? te sientes princesa, la nena de papá. Pero ya ves, aquí estás, como tus plebeyos. Qué bruja cruel y amarga, pensaba débilmente Ana.
Quizá transcurrieron tres días, quizá menos. Con medicinas y todo, su pulso se debilitaba. Y se durmió, Anita, en un sueño largo y profundo sobre la cama alta. Perdía conciencia poco a poco y soñó, las puertas de un jardín se abrieron ante ella. La enfermera agria estaba parada junto a la muchacha, calculando tiempos y dosis del antiviral. Ana balbuceó. En su cabeza estiró una mano hacia el guardián de esos pastos. Mi príncipe, por fin. La enfermera volteó a verla, le inspeccionó los ojos delirantes. Suspiró. Niña, quítate esa idea de la cabeza. No hay príncipes, como tampoco hay princesas.

Bip..bip.....bip............ biiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiip
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